Los bots son tan comunes como invisibles. Son programas automatizados capaces de ejecutar acciones repetitivas con gran eficiencia: buscar información, indexar páginas web, responder mensajes, publicar contenido en redes sociales.
Como explica el periodista tecnológico Isaac Ramírez, los social bots “son software que corren algo llamado script, pequeños programas que pueden hacer tareas de forma automática”. Ese es el núcleo: automatizar lo que a una persona le tomaría horas.
Su papel no es menor. Se estima que cerca de la mitad del tráfico en internet es generado por bots, muchos de ellos legítimos. Ahí entran los bots de indexación de motores de búsqueda como Google o Bing, que recorren sitios web para mantener los resultados de búsqueda actualizados; los asistentes de atención al cliente que responden preguntas básicas; los bots que monitorean palabras clave y arman reportes en tiempo real. Sin ese trabajo de fondo, la web sería más lenta, más caótica y menos navegable.
Pero el mismo poder que los hace útiles los convierte en un riesgo cuando se usan con malas intenciones. En manos equivocadas, los bots sirven para manipular opinión pública, fabricar fama falsa, acosar, hundir reputaciones, empujar fraudes y hasta influir en decisiones emocionales de menores de edad. Lo que sigue no es teoría: son prácticas que ya están ocurriendo.
No todos los bots son malos. Hay bots que avisan sobre terremotos o mal clima casi al instante. Bots que publican automáticamente información oficial en redes sociales. Otros analizan grandes volúmenes de datos médicos o financieros y entregan resúmenes digeribles. En esencia, un bot es una herramienta.


